The Zero Theorem está ambientada en un futuro no demasiado lejano y sigue el deambular de Qohen Leth, un excéntrico programador interpretado (estupendamente) por Christoph Waltz, hipocodríaco y obsesionado con esperar una llamada de teléfono que le revele el sentido de su existencia. Qohen trabaja para una gran corporación y trata de conseguir que le permitan trabajar desde casa para asegurarse de que puede contestar la llamada que espera, y finalmente la Dirección, encarnada en un elusivo Matt Damon, accede a su petición a cambio de que trabaje en un extraño proyecto, la resolución del Teorema Cero, que nadie ha podido concluir y que ha conseguido volver locos a todos los programadores que se han enfrentado al reto.
Terry Gilliam mantiene su extraordinario talento visual y sigue creando imágenes memorables en todas sus películas, pero ha llegado a ese punto en el que disfruta más diseñando escenas que contando historias perfectamente cerradas. Aunque en esta ocasión quizá no sea a él al que haya que apuntar esos defectos ya que, a diferencia de sus predecesoras Tideland y El imaginario del Doctor Parnassus, esta vez no ha sido el propio Gilliam el que se ha encargado del guión. Lo cierto es que el comienzo resulta prometedor, arrastrando al atribulado Qohen como pez fuera del agua desde el refugio que supone su casa (una antigua iglesia abandonada) hacia, primero, su trabajo (puro caos gilliamesco), después hacia una surrealista revisión médica, y, finalmente, hasta una extraña fiesta digna del teatro del absurdo, en la que conocerá a una joven llamada Bainsley y conseguirá por fin encontrarse (en una extraña sucesión de apariciones y desapariciones) con la Dirección.
Por desgracia, a partir de ahí la película se ralentiza, con Qohen encerrado en su casa trabajando en su proyecto imposible, sufriendo una crisis nerviosa e interactuando apenas con un programa de psiquiatría al que pone rostro Tilda Swinton, cada vez más especializada en papeles extravagantes; con Bainsley, enviada por su jefe para cuidar de él; y Bob, el hijo de la Dirección, un genio informático adolescente que acude a reparar sus ordenadores. No es que la película carezca de interés ni mucho menos, es un interesante estudio sobre la soledad (y quizá una metáfora sobre internet), pero lógicamente no entretiene tanto como su epatante media hora inicial. Además, el final no es todo lo satisfactorio que los espectadores hubiéramos deseado, es un tanto extraño, es amargo (a fin de cuentas el propio Gilliam ha dicho que esto es una tragedia, no una comedia), deja cabos sueltos... aunque por todo ello, por otro lado, quizá sea de lo más apropiado para cerrar una búsqueda sobre el sentido de la vida.
En resumen, que no es una obra maestra pero sí es una muy digna película que habría merecido mejor suerte.
GENIÓMETRO: 3/5 grouchos
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