Viernes noche. He quedado con un amigo en el centro a las doce, así que para llegar tengo que coger el bus de las once y media. Salgo de casa. Mucha niebla, frío y ni un alma por la calle. Camino por la avenida, anchísima y desierta, hacia la parada. De frente viene un grupo de cuatro chavales. De pronto, compruebo que vienen directamente hacia mí, y mira que es ancha la calle, y que dos de ellos van en manga corta, con el jersey atado a la cintura, y otros dos a pelo, sin camiseta, o mejor dicho, con ésta en la mano, lo que hace la situación mucho más inquietante, porque no hace ni diez grados. Se me acercan con cara de mala hostia y ya me temo lo peor, porque no hay un alma en la calle y, aunque no especialmente grandes, son cuatro. Hace un par de meses un grupo de skins le dieron una paliza de muerte a un pobre chaval al otro lado de la calle sólo porque no les gustaba su ropa. Éstos tienen los ojos brilllantes, vienen jadeantes y sudorosos y, como luego comprobaré, no vocalizan bien, así que probablemente hubieran bebido, o tomado lo que fuera. Mirándome mal, se adelanta el que parece ser su líder, el más gordo, que además de ir sin camiseta tiene unas enormes y fláccidas tetas de grasa que me recuerdan enormemente a una versión gitana del amigo gordo del prota de Kung Fu Sion cuando se sienta en la silla del barbero, y me dice, con tono amenazador.
-¿Tienes dos euros con cincuenta?
Yo me quedo parado mientras los cuatro me escrutan como un cazador a su presa. El tono ha sonado como si fueran a atacar en caso de oír una respuesta que no les guste. El problema es que a mí me preocupa más el vigilar dónde estoy yo y dónde están ellos por si acaso no se conforman con lo que lleve y me quieren sacudir de todas formas, así que estoy más pendiente de asegurarme de que no me rodean y de que tengo a mi espalda un hueco para salir corriendo que de llevar una conversación medianamente coherente. Y mi habitual stado de obnubilación mental hizo el resto. El resultado parece un diálogo de Bendis. Creo que mis réplicas eran tan estúpidas que les confundieron también.
-¿Que si tengo dos euros con cincuenta?
-Sí, que si tienes dos euros con cincuenta.
-¿Para qué?
-Para tabaco.
-¿Que os dé dos euros con cincuenta para tabaco?
-Que tenemos el mono.
-¿Que tenéis el mono... de tabaco?
-¡Que nos dés el dinero!
-¿Que os dé el dinero?
-¡¡¡DANOS EL DINERO, JODERRR!!!
Éste último ha sido el más pequeño que me salta encima y me intenta dar un puñetazo en el estómago, claro que como lo veo venir me echo atrás y sólo me da de refilón, no me hace ni daño, pero está claro que es momento de ceder no sea que se me echen encima los cuatro y a saber cómo acababa la historia.
-Vale, vale, tranquilo, tranquilo, que os lo doy, pero tranquilo.
Mientras, el gordo, que ademásde ser el líder parece el más sensato, tranquiliza al pequeñajo, yo echo la mano al bolsillo y saco la calderillla que llevo. La miro al sacarla, porque no sé ni cuánto llevo.
-Venga, dámela toda.
Ya contaba yo con que no iban a esperar a que separara dos euros con cincuenta. De todas formas calculo que habría unos tres o cuatro euros en total. Vamos, una puta mierda de botín.
-Bueno, venga, vámonos.
Pero el más pequeñajo se me queda al lado.
-Dame el móvil.
-¿¿¿Que te dé el móvil???
Esto sí que fue estupor auténtico. Claro, ellos no podían saberlo, pero mi móvil tiene seis años, es de recargas y no de contrato, pantalla monocroma, abulta más del doble que los de última generación, no tiene ni imágenes ni juegos ni melodías molonas ni nada, y a veces se apaga solo en medio de una conversación. Era como si alguien tratara de robarme un ZX Spectrum 48K en plena época de los PCs a varios gigas, de Internet y de las consolas. Pero la impresión que daba era que el pequeñajo no quería el móvil, en realidad, lo que quería era buscar la pelea. Pero en seguida llegó el gordo, lo agarró y se lo llevó.
-No, venga, vámonos.
Total que se alejan unos pasos y de repente se vuelve el gordo hacia mí y me pregunta:
-Oye, ¿vas a coger el autobús?
-Pues sí.
Se me queda mirando un momento.
-Pues espera, que te doy para que pagues el bus.
Y viene y me devuelve, del suelto que yo le había dado, noventa céntimos. Yo aquí no sabía ya ni qué decir, porque esto era ya muy surrealista. Claro, debe ser muy patético ir a robar a un tío y ver que tiene en el bolsillo menos dinero que tú. Por cierto, menos mal que me dio el dinero, porque, casualmente, me había dejado la tarjeta del bus en casa.
-Hostia, pues gracias.
Sí, señor. Y cuando ya se iban, aún voy yo y le pongo la guinda. Ya fuera porque tengo la mala costumbre de tener que ser siempre el que dice la última palabra, ya porque estaba ya tan obnubilado que no sabía ni lo que decía (mi estado habitual en momentos intensos, como pudo comprobarse a la hora de la entrega de premios de Escorto).
-¡Eh, tío!
Y voy al gordo y le estrecho la mano.
-Tío, te has portao.
Puede que quedara como un pringado, pero es que estaba aliviado porque aquello acababa medio bien, sorprendido por lo surrealista de la situación y, sobre todo, satisfecho porque había dejado tan patente que era un idiota que ni se les había ocurrido pensar que llevaba otros cuarenta euros en el otro bolsillo.
Y luego, cuando subí al autobús un minuto después de que ellos se hubieran ido,lo estaba pensando y aún no sé qué era más extraño. Si lo de los atracadores sin camiseta devolviéndome dinero para el autobús o mis diálogos para besugos incluyendo el apretón de manos final.
Pero una cosa es segura. Si hiciera un corto con una historia así, nadie se la iba a creer.